BOOKI

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miércoles, 28 de diciembre de 2016

CUENTOS NAVIDEÑOS



EL NIÑO QUE LO QUERÍA TODO

Había una vez un niño que se llamaba Jorge, su madre María y el padre Juan. Cuando escribió la carta a los Reyes Magos, se pidió más de veinte cosas.


El niño que lo quiere todo. Cuento de Navidad
Entonces su madre le dijo: Pero tú comprendes que… mira te voy a decir que los Reyes Magos tienen camellos, no camiones, segundo, no te caben en tu habitación, y, tercero, mira otros niños… tú piensa en los otros niños, y no te enfades porque tienes que pedir menos.
El niño se enfadó y se fue a su habitación. Su padre le dijo a su madre María: - ¡Ay!, se quiere pedir casi una tienda entera, y su habitación está llena de juguetes... María dijo que sí con la cabeza. El niño dijo con la voz baja: - Es verdad lo que ha dicho mamá, debo de hacerles caso, soy muy malo. Llegó la hora de ir al colegio y dijo la profesora: - Vamos a ver, Jorge, dinos cuántas cosas te has pedido. Y dijo bajito: -Veinticinco.
La profesora se calló y no dijo nada pero cuando terminó la clase todos se fueron y la señorita le dijo a Jorge que no tenía que pedir tanto. Entonces Jorge decidió cambiar la carta que había escrito y pedirse quince cosas, en lugar de 25.
Cuando se lo contó a sus padres, éstos pensaron que no estaba mal el cambio y le preguntaron que si el resto de regalos que había pedido los iba a compartir con sus amigos. Jorge dijo: - No, porque son míos y no los quiero compartir.
Después de rectificar la carta a los Reyes de Oriente llegó el momento de ir a comprar el  arbol de Navidad y el Belén. Pero cuando llegaron a la tienda, estaba agotada la  decoración navideña 
Ante esto, Jorge vio una estrella desde la ventana del coche y rezó: - Ya sé que no rezo mucho, perdón, pero quiero encontrar un  Belén y un árbol de Navidad. De pronto se les paró el coche, se bajaron, y se les apareció un ángel que dijo a Jorge: - Has sido muy bueno en quitar cosas de la lista así que os daré el Belén y el árbol.
Pasaron tres minutos y continuó el ángel: - Miren en el maletero y veréis. Mientras el ángel se fue. Juan dijo: - ¡Eh, muchas gracias! Pero, ¿qué pasa con el coche? Y dijo la madre: ¡Anda, si ya funciona! ¡Se ha encendido solo! Y el padre dio las gracias de nuevo.
Por fin llegó el día tan esperado, el día de Reyes. Cuando Jorge se levantó y fue a ver los regalos que le habían traído, se llevó una gran sorpresa. Le habían traído las veinticinco cosas de la lista.
Enseguida despertó a sus padres y les dijo que quería repartir sus juguetes con los niños más pobres. Pasó una semana y el niño trajo a casa a muchos niños que no tenían juguetes.
La madre de Jorge hizo el chocolate y pasteles para todos. Todos fueron muy felices. Y colorín, colorado, este cuento se ha  acabado.



Las uvas de la suerte




Se acercaba el día de Nochevieja y el pequeño Alberto se había propuesto conseguir comerse las 12 uvas al mismo tiempo que sonaban las campanadas. Le habían dicho que tenía que hacerlo si quería tener suerte en el año que empezaba.
– Y ¿cómo harás eso? – le preguntaba su prima Victoria – Eres tan tardón cuando comes…
– Pues muy fácil. Pienso entrenar y entrenar para hacerlo cada vez más rápido.

Tan dispuesto estaba a conseguirlo, que Alberto se compró tres racimos enormes de uvas en la frutería de debajo de su casa y con el cronónetro que le habían traído los Reyes el año pasado comenzó su entrenamiento.
El plan era el siguiente: Victoria, con una sartén y una cuchara de palo tenía que dar las 12 campanadas al mismo ritmo que lo hacían el reloj de la puerta del Sol. Mientras tanto, Alberto debía concentrarse en su objetivo: las doce uvas e introducirlas una a una en la boca, masticar durante dos o tres segundos, tragar a toda velocidad y al mismo tiempo ir preparándose para meter la siguiente uva en la boca, que sería masticada y tragada con la misma velocidad que la anterior. Esa era la teoría, pero en la práctica las cosas no eran tan sencillas.

Para empezar, la prima Victoria no daba las campanadas exactamente igual que el reloj de la puerta del Sol. A veces se ponía a pensar en las musarañas y era Alberto el que, ya sin uva en la boca tenía que recordarle que le tocaba dar una nueva campanada. Otras veces Victoria iba demasiado deprisa y no dejaba tiempo entre uva y uva. Pero lo que pasaba más a menudo era que se confundía al contar y tocaba 13 campanadas, o se le olvidaba una y entonces eran solo 11 campanadas. Aquello era un desastre.
Pero incluso cuando la prima Victoria lo hacía bien, aquello de comerse las uvas a tiempo era mucho más complicado de lo que parecía.
A veces Alberto acababa por metérselas todas juntas y para cuando su prima Victoria terminaba con las campanadas, las uvas de Alberto habían desaparecido de la mesa, pero estaban totalmente apelotonadas en la boca.
 – Trata de tragarlas, Alberto, ¡que si no no vale!
Pero muchas veces el pequeño Alberto acababa escupiendo la mitad, incapaz de digerirlas.
– Esto es imposible, Alberto. Solo queda un día para la Nochevieja y a este paso no conseguirás comértelas todas.
– Pues tengo que hacerlo… ¡este año necesito mucha suerte!
– No seais supersticiosos, ¿qué tendrá que ver la suerte con las uvas? –exclamó la abuela Queta, que había estado observando a sus nietos.
 Alberto y Victoria, que no tenían ni idea de qué era eso de las supersticiones escucharon atentamente a la abuela Queta. Esta les explicó que aquello de las uvas era una tradición española pero que en otros países se hacía otra cosa totalmente distinta.

– En Italia, por ejemplo, comen lentejas en Nochevieja. Y qué pensáis entonces, ¿que ningún italiano tiene suerte porque no ha comido uvas?
Alberto pensó en su amigo Fabrizzio, que era italiano y el mejor delantero de su equipo de fútbol. Fabrizzio tenía tanta suerte y era tan bueno que no había partido en el que no marcara un gol. Así que tuvo que reconocer que la abuela Queta tenía razón y que eso de que las uvas traían suerte no era más que una superstición.
 – Así que ¿tendré suerte el próximo año aunque no me coma todas las uvas?
 – Claro Alberto, mírame a mí. No me gustan las uvas y nunca las he comido. Y siempre he tenido mucha suerte.
– ¿No comes uvas? Eso es mentira, abuela – exclamó Victoria – Yo te he visto cada año estar pendiente de la televisión y comerte las 12.

La abuela Queta sonrió enigmáticamente y les llevó hasta su cuarto.
– Dejadme que os enseñe cuáles son mis uvas de la suerte – dijo mientras abría uno de los cajones de su mesilla.
Y allí en medio de sus medicinas y sus pulseras y anillos había una bolsa con algo que parecían uvas, pero que eran mucho más blanditas y verdes.
– Coged una, ¡están riquísimas!
Cuando Alberto y Victoria se metieron aquellas extrañas uvas en la boca descubrieron cuál era el secreto de la abuela Queta: ¡Aquellas uvas eran de gominola! ¡Y estaban buenísimas!
– Pero eso es trampa, abuela: ¡estas uvas son de mentira!
– Ya lo sé, pero nadie se da cuenta y así lo llevo haciendo toda la vida. Y como os he contado antes, siempre me he considerado una mujer con mucha suerte…

Alberto y Victoria tuvieron que reconocer que las uvas de la abuela estaban mucho más ricas que las de verdad y que además era mucho más fácil comérselas todas mientras duraban las campanadas.
Aquella Nochevieja, Alberto se comió las uvas de la abuela al son de las 12 campanadas. Y aunque aquellas uvas eran de mentirijilla, la suerte le acompañó durante todo el año. Sin embargo, Alberto era un niño al que le gustaba cumplir con todo lo que se proponía y durante los siguientes doce meses siguió entrenando con su prima Victoria para poder comerse las verdaderas uvas en Nochevieja.
 ¿Y lo consiguió? Por supuesto que sí, aunque tuvo que reconocer que las gominolas de la abuela Queta estaban mucho más ricas.



La historia de los Reyes Magos


La historia de los Reyes Magos
Un buen día, Melchor un rey europeo, de larga barba era blanca, tan larga como su inteligencia estaba mirando las estrellas desde su palacio. De pronto vio una estrella fugaz, que se detuvo arriba en el firmamento y brilló más que las demás. Melchor se sintió tan intrigado que decidió encaminarse hacia el horizonte para verla más cerca. Cabalgó sobre su camello y partió de viaje.
Gaspar, reinaba en Asia, sus cabellos y barba eran castallos y, como Melchor era un hombre de gran sabiduría. Él también vio la estrella desde su castillo y sin pensárselo dos veces, montó sobre su camello y emprendió la marcha tras la preciosa luz.
En África, otro rey famoso por sus predicciones astrológicas, se encontraba mirando el firmamento. Su nombre era Baltasar y sobre él se posó también la brillante estrella. Melchor corrió a sus establos, montó a lomos de su camello y se encaminó tras la brillante estrella. Al cabo de unos días de viaje, los tres Reyes se encontraron en el camino. Ambos comenzaron a hablar del firmamento y de aquella nueva estrella que les atraía poderosamente. Los tres llegaron a la misma conclusión: la estrella les llevaría al nacimiento de un nuevo rey, un Rey de Reyes.
Todos estuvieron de acuerdo que un rey de reyes necesitaba regalos dignos de su persona. Melchor decidió pues llevar oro, Gaspar Incienso y Baltasar mirra, los mejores presentes de la época.
Tras un largo viaje los Reyes Magos llegaron hasta Belén, justo allí donde se había posado la estrella y encontraron con gran alegría y tal y como habían pensado un bebé, con su madre María y su padre, José. Melchor, Gaspar y Baltasar, se pusieron de rodillas frente al pesebre donde dormía el Niño
 y pusieron los regalos a sus pies.
El niño Jesús, se puso tan contento con su visita que otorgó a los tres Reyes Magos el don de la vida eterna y la facultad de poder llevar regalos a todos los niños del mundo una vez al año.
¡¡¡QUÉ POQUITO QUEDA YA PARA 
QUE LLEGUEN A TU CASA
LOS TRES REYES MAGOS!!!

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